Había un asesino suelto en la zona. La patrulla aérea del Pacífico Sur había visto el gran cadáver agitado por las olas, tiñendo el mar de rojo. En cuestión de segundos, había comenzado a funcionar el intrincado sistema de alarma; de San Francisco a Brisbane, había hombres accionando indicadores y trazando señales en los mapas. Don Burley, frotándose los ojos para quitarse el sueño se inclinaba sobre el cuadro de mandos del Scoutsub 5 mientras descendía a una profundidad de veinte brazas.
Le alegraba que sonase la señal de alarma en su zona. Era la primera emoción auténtica desde hacía meses. Su pensamiento, incluso mientras observaba los instrumentos de los que dependía su vida, se adelantaba a los acontecimientos.
¿Qué habría pasado exactamente? El breve mensaje no daba ningún detalle; sólo informaba de que acababa de ser asesinada una ballena mansa y que flotaba en la superficie a unas diez millas detrás del grueso de la manada, que aún seguía alejándose en dirección norte presa del pánico.
Lo más lógico era suponer que, de algún modo, un grupo de ballenas asesinas había logrado atravesar las barreras que protegían los pastos. Si así era, Don y todos los demás guardianes camaradas suyos tenían bastante trabajo.