Aun en esta Edad Métrica, seguía siendo el telescopio de mil pies de largo, no el de trescientos metros. El gran plato emplazado entre las montañas ya estaba parcialmente cubierto de sombras, mientras el sol tropical se retiraba rápidamente a descansar, pero la masa triangular del complejo de antenas suspendida sobre su centro todavía resplandecía de luz.
Desde el suelo, allá abajo, se hubieran necesitado ojos agudos para distinguir las dos figuras humanas en medio de aquella confusión aérea de vigas, cables de sostén y guías de ondas.
—Ha llegado el momento —dijo el doctor Dimitri Moisevitch a su viejo amigo Heywood Floyd—, de hablar de muchas cosas. De zapatos y naves espaciales y lacre, pero principalmente de monolitos y computadores con disfunciones.
—De modo que es por eso que me sacaste de la conferencia. En realidad no es que me importe; he escuchado tantas veces decir su discurso SETI a Carl que lo puedo repetir de memoria. Además la vista es ciertamente fantástica; tú sabes, de todas las veces que he estado en Arecibo, nunca subí hasta aquí, a la alimentación de las antenas.